Cuaderno de bitácora

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

La Semana de Pasión en Palacios de Goda


Palacios de Goda es una localidad abulense de armonioso nombre, enraizado en los albores de la historia, en cuya etimología resuenan ecos de caballerosidad, dignidad y belleza. Un lejano día asentamiento vacceo, con vestigios que testimonian su pasado romano; siglos después, repoblado por gentes arribadas de todos los rincones de Castilla, y aún más allá, de Galicia y hasta del reino franco; y trocado, con la evolución de los tiempos, en enclave perteneciente al cuarto de los sexmos de la Tierra de Arévalo, el de Sinlabajos. Palacios, resiliente, templado, arraigado, obstinadamente perseverante, como el olmo de su blasón que se enseñorea sobre el tono rojizo y ocre de sus suelos, pues no en vano es de los pocos emplazamientos de esta diócesis que en el siglo XIII ya se denominaba con su nomenclatura actual. Fiel, leal, fiable, de cumplida palabra, minimalista aspaviento y noble intención, como el lebrel de plata que aparece en su bandera y escudo heráldico.

La historia de Palacios de Goda es la propia historia de Castilla, que siendo territorio de paganismo vio llegar un día la evangelización y acogió con denuedo la fe cristiana, pero que también conformó una comunidad que supo vivir en paz durante muchos siglos con quienes asumían las creencias judía y musulmana. Trabajando los fértiles campos, las llanuras morañegas de dorado cereal y verdes legumbres, las viñas que se subliman en el lagar y las huertas regadas y fecundas de fruto; replicando técnicas seculares de pastoreo de rebaños en grandes soledades, con la única compañía del propio animal, al que se cuida y respeta; canalizando el agua, labrando piezas de artesanía de oficio inmemorial, o comerciando entre sí y con villas aledañas, en unas incipientes formas sociales que ya mostraban la importancia de integrarse en el entorno, de especializarse, cooperar y convivir, como estadios imprescindibles para todo progreso.

Hoy somos los descendientes de generaciones transcurridas entre sucesiones de amaneceres y ocasos, incontables como las estrellas del firmamento o las arenas de los caminos, corazones latiendo en el eterno ciclo de soles y lunas, jalonado por los confines del nacer y el morir. Personas cuyo recuerdo, borrado por el imparable devenir de los años que todo lo arrollan, aún puede intuirse y palparse en las tierras que labraron de igual a igual en una pugna, tan antigua como la misma alma, entre hombre y naturaleza. Palacios de Goda, que vio pasar etapas de avenencia, salubridad y bonanza, con interrupciones de guerras, plagas y sequías; que conoció la prosperidad y la escasez; que, aferrada a las esencias de su identidad, transitó inviernos de aliento humeante y de noches despejadas de helada, hasta ver clarear las primaveras de días alargándose y de calidez en las tardes luminosas, que desembocan en estíos agostados por canículas que desprenden calimas y, ya oscurecido, hacen buscar el frescor de la conversación sincera y demorada a las puertas del caserío, sucedáneo del amor de la lumbre.

Y, ora et labora, la creencia en el Dios de los cristianos fructificó en el pueblo en forma de edificios dedicados a su culto, irguiéndose para hacerse visibles desde la lontananza, en las vastas extensiones circundantes. Donde, como decía Unamuno, no cabe crecer sino hasta la bóveda celeste, que se abre sobre ellas como la palma de la mano del Señor. Y así, esas recias construcciones, rivalizando con oteros y collados, fueron elevándose hasta el alto cielo, el que han levantado los campesinos de tanto mirarlo en expresión de Delibes, para que al Creador le llegasen sus plegarias directamente al oído, como un íntimo susurro que se dirige confiado a un padre infinitamente misericordioso.

Palacios de Goda, comprensivo ante la itinerancia, se incorporó por un cordel a la Cañada Real Coruñesa o de la Vizana, una vía de trashumancia ganadera que se abre paso entre estas rasas campiñas cuyo final se pierde en el horizonte. Porque Palacios, la población más septentrional de su provincia, proporciona el mejor sitio para buscar el norte, siendo también etapa en el Camino de Santiago de Levante-Sureste, del que existe noticia desde los días de Teresa de Jesús, una ruta jacobea ahora recuperada del olvido. Peregrinos y viajeros venidos de otras partes del mundo refieren haber curado la ceguera en este cielo, que "en un día limpia los ojos del mal mirar y el mal percibir y los rehabilita", en manifestación de la escritora chilena, premio nobel, Gabriela Mistral. Alzar la vista a las alturas es henchirla de trascendencia y esperanza.

La Torre Almenara, erigida en tiempos del monarca Alfonso VIII, quien concedió a Ávila su honroso apelativo "de los leales", de ser vigía medieval de ojos siempre abiertos, cual guerrero transmutado en monje, se integró en la parroquia, hoy Bien de Interés Cultural, que está bajo la advocación de San Juan Bautista, el que preparó el camino al Señor. Y de este modo el baluarte dejó de ser atalaya defensiva para mudarse en campanario y exhalar en cada toque de metal la misma voz de Dios. Edificación defensiva y religiosa, idiosincrasia que comparte con la propia catedral abulense, su humilde factura mudéjar, de mampostería y ladrillo apilados por anónimas manos, se ha revelado, tras más de ocho siglos refulgiendo gallarda en su ubicación, resistente y triunfante, como la fe del hombre prudente de la parábola del Nuevo Testamento que edificó su casa sobre la roca, y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa, y no cayó.

Y el arroyo de la Agudilla, como una imparcial autoridad salomónica, ha presenciado el crecimiento del núcleo urbano desde su aspiración de humedal que sueña convertirse en laguna, dividiéndolo con sus propias entrañas acuosas entre el barrio de arriba, con la ermita, y el de abajo, con la iglesia. Abriéndose paso entre las formas geométricas de la naturaleza domeñada por la acción del hombre destinado a ganarse el sustento con el sudor de su frente: las líneas de los surcos del arado, los prismas de las pacas, las pirámides de los tejados, los cilindros de los aljibes. Panorama de laboriosa cotidianeidad, de la siembra a la siega, vislumbrado desde el cielo por las aves en su vuelo: es el acervo de patrimonio común compartido, ya sea el natural, histórico o humano.

Como retazos que trazase un pintor sobre el infinito lienzo de la rala llanura, se perciben pequeños bosques isla de pino o encina, apiñados en racimos como si se confesaran algún secreto, mientras desde lejos los observan atentamente montañas de cumbres nevadas que aún atesoran el invierno; choperas en hileras serpenteantes, al socaire de un escondido reguero; o movimientos demorados de la grey de vacuno u ovino que dejará sus regalías de carne, leche y queso.

El umbral del municipio está presidido por la ermita de Nuestra Señora de la Fons-Griega, patrona de la localidad, a cuya Virgen se dedican las fiestas del 8 de septiembre, conmemoración canónica de su natalicio, con una procesión que colma las calles. Cada 25 de abril, San Marcos, cuando tienen lugar las rogativas por el agua, procesiona asimismo la imagen de la Virgen de la Fons-Griega, en cuyas andas se pone a los niños nacidos durante ese año, para implorar su protección. Es ataviada en sus brazos y cuello con las típicas rosquillas de palo con sabor a anisillos que aportan los palaciegos como ofrendas, ¡y cómo podría Nuestra Señora ansiar joyas más valiosas que estas, que rezuman autenticidad y afecto!

Su sonora denominación, Fons-Griega, vincula esta devoción con la noción de surtidores de agua, la liga a la tradición oral que sostiene como escenario de su primera aparición el de una fuente y recoge la historia de un manantial de propiedades milagrosas y curativas. "El que beba del agua que yo le dé, no volverá a tener sed jamás, porque dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna". "Señor, dame de esa agua", dijo la Samaritana a Cristo.

El sencillo templo de la ermita, con portada de granito, un pequeño frontón adosado a la cabecera y espadaña a sus pies, salvaguarda bajo su techumbre de madera un precioso retablo barroco con obras escultóricas de la Virgen con el Niño, San Juan Bautista y Santa Bárbara, que tanto conoce las preocupaciones de los agricultores por las tormentas de pedrisco y granizo. La talla de Nuestra Señora de la Fons-Griega ha sido rezada ininterrumpidamente desde el siglo XVI, aunque se evoca la existencia de una anterior, de la que hoy no queda rastro; desaparecida, como la cofradía homónima y su cabildo, fundados en 1410, la iglesia de Santa María y el hospital.

¡Cuánto sabe la Virgen de la Fons-Griega de los anhelos y necesidades de las gentes de Palacios de Goda, que tantas veces han acudido a postrarlos a sus pies y encomendárselos a Ella, que escucha confidente y maternalmente amorosa! ¡Cuánto ha reído y llorado junto a cada uno de ellos, cuánto se ha conmovido al participar como una más en su subsistencia diaria, constituyéndose en una presencia familiar e insustituible! Una canción popular palaciega así lo atestigua, retratándola con el concurso de los elementos más cercanos, como el trigo, o la exigente tarea agrícola: "La Virgen es una espiga / que nunca se desgranó / Como era Virgen María / siempre pura se quedó. / Virgen Santa de Fonsgriega / mira por los labradores / Que se ahogan con el polvo / que sale de los terrones".

La iglesia está dedicada a la memoria canónica de San Juan Bautista, a quien correspondió revelar la próxima venida del Salvador y, a pesar de no sentirse digno ni de atarle las sandalias, fue el elegido para bautizarlo. "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco", enunció el Todopoderoso desde el paraíso. El espectacular retablo mayor barroco, del siglo XVIII, coetáneo al órgano de Isidro Sillenta, plasma este momento clave de las escrituras: su ático luce la escena del bautismo de Cristo, junto con esculturas del propio santo titular, San Juan Bautista, con el Agnus Dei a sus pies, flanqueado por las de San José y San Antonio de Padua, dos figuras paternas para un Niño Jesús que asombró a los sabios del templo y que traía consigo la redención. En la parroquial, una pila bautismal del siglo XVI ha sido pórtico de entrada de generaciones de palaciegos a la vida del espíritu, replicando ese acto inaugural de Cristo. El retablo está decorado con una profusión de ángeles de aspecto risueño, juguetones y gordezuelos. "Si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos"; "no menospreciéis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre".

Año tras año, Palacios de Goda vive la Pasión junto a Jesús: guarda y honra usanzas inveteradas de la Semana Santa que emanan de su creencia más honda, de su sentir más sincero, y ha aunado esfuerzos para configurarlas, mantenerlas y preservarlas, engrandeciéndolas para pasar un testigo cada vez más sólido a las progenies venideras. Participar en los actos de fervor supone enaltecer a todos cuantos un día nos precedieron al concurrir en ellos, es encarnar su legado. Muchos, que por razones laborales fijaron su hogar lejos de estas tierras, vuelven en estos días aquí a poblarlas, a hacer reverdecer sus raíces y a extenderlas al tesoro más preciado que poseen, sus hijos.

El Domingo de Ramos, Palacios de Goda entronca con su raigambre iniciando la Semana de Pasión con la procesión que transcurre con ramos de laurel desde la ermita de la Virgen de la Fons Griega, de donde parte a las 13 horas hasta la iglesia, y que rememora la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén.

El Miércoles Santo, cuando la noche ya ha descorrido su velo y los relojes han marcado diez veces, se sucede la Procesión del Silencio presidida por el Cristo de Gracia, una imponente talla de madera policromada del siglo XIV y desconocida autoría, que el resto del año reside bajo el bello artesonado de la iglesia de San Juan Bautista, y que en 2013 mereció ser admirada en la edición arevalense de Las Edades del Hombre. Es la imagen que se muestra en el cartel difusor de la Semana Santa palaciega de este año, de esmerado diseño de la fotógrafa Olaya Martín Mínguez. De tamaño algo superior al natural, el Crucificado se relaciona con el guardado por las cistercienses en su monasterio de Arévalo. Los penitentes van desfilando tras el mayestático crucifijo, sumidos en un elocuente silencio, un sagrado mutismo desolado.

El Jueves Santo, los Oficios que se desarrollan a las 7 de la tarde incluyen el Lavatorio de los pies, un supremo gesto de humildad y servicio de todo un Dios hacia sus criaturas, que nos hace desear empaparnos del ejemplo de Cristo, como le dijo Pedro: "Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza". Limpiar el corazón, volverlo liviano de cargas, para renacer interiormente como personas renovadas a un tiempo nuevo.

Cuando se produzca el traslado del Santísimo que custodia la Cofradía del Corpus, que se conduce en procesión dentro de la iglesia hacia el monumento, este será escoltado por los bastones del alcalde y el juez de paz, piezas que permanecerán allí cruzadas, como signo tangible de protección de la autoridad terrena.

A continuación, se revive el ritual de la Cena del Señor, la institución del sacramento de la Eucaristía, y el momento dramático en que el Mesías prepara a sus 12 apóstoles para su partida, les advierte que uno de ellos le va a traicionar y les encomienda el mandamiento nuevo, que será la seña de identidad del cristiano: "que os améis unos a otros como yo os he amado". El pan y el vino, el cereal y la vid de La Moraña, se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo, el refrendo de la memoria perpetua de este momento trascendental. Porque el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir para dar abundante cosecha.

Y llega la Hora Santa, a las 10, cuando ya ha caído la noche, aderezada con los rezos y cánticos que son sus heraldos. En la misa se entona el credo y suenan las campanas; el Sábado Santo se volverá a cantar y estas repicarán de nuevo. Durante el resto de la Semana Santa no se tañen más; las campanas, que trasponen la voz de Cristo, se han apagado mientras Él permanece muerto. Una añeja costumbre prescribía que fueran los monaguillos quienes avisaran de las misas y procesiones provistos de dos carracas, como símbolos de duelo por la muerte del Señor.

El Viernes Santo, a las 10 de la mañana, el Vía Crucis Penitencial recorre las calles, y los cánticos traducen en palabras el sentimiento rebosante de todo un pueblo: "acompaña a tu Dios, alma mía"; "seré yo el consuelo de tu soledad"; "ya lloro mis culpas y os pido perdón". Salen las imágenes del Nazareno cargado con la cruz y de la Dolorosa, y Palacios de Goda se estremece hasta el tuétano de su alma de piedra. "No me mueve, mi Dios, para quererte, / el Cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el Infierno tan temido, / para dejar por eso de ofenderte. / Tú me mueves, Señor. Muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido, / muéveme el ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas, y tu muerte".

A las 7 de la tarde tienen lugar los Oficios y tres horas después es el momento de la procesión de la Soledad. Como profetizó el anciano Simeón a María, el día de la presentación del Niño en el templo, quien era bendita entre las mujeres estaba destinada a que una espada le atravesara el corazón; esos siete puñales de sufrimientos lacerantes con los que se la representa materializan la insoportable aflicción de perder un Hijo, algo tan indescriptible que ni existe vocablo en nuestra lengua para definirlo.

En la Procesión de la Soledad se saca a la Dolorosa y los niños, que siempre aportan luz con el brillo de su inocencia, llevan farolillos. "Dejad que los pequeños se acerquen a mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos". A Nuestra Señora se le salmodia un himno, exclusivamente de Palacios en su composición: "Quién será aquel que no llora / contemplando a la Señora / en tanto suplicio. / Quién no puede enternecerse / viendo a esta Madre dolerse". Y la propia advocación mariana palaciega se encierra en el vocativo que alude a ella como "Fuente del amor, María".

El Sábado Santo, a las 10 de la noche, se efectúa la solemne celebración litúrgica de la Vigilia Pascual, prendiéndose una hoguera en el patio de la iglesia. Es el fuego purificador, que adoptando forma de lenguas fue el cauce por el que el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos llenándoles de Sí en Pentecostés. Esa noche de vela el Señor dice, como a sus apóstoles en el Huerto de los Olivos, "¿Por qué dormís? Levantaos y orad".

El Domingo de Resurrección, a las 13 horas, la imagen de la Virgen saldrá desde la ermita en el barrio de arriba, portada por las mujeres, aún cubierta por el manto negro. A su vez, la talla del Resucitado partirá del barrio de abajo, desde la iglesia, acompañado por los hombres. Se realizarán tres estaciones en el transcurso de la procesión, hasta quedar Madre e Hijo frente a frente, al producirse el encuentro, ante la ermita. No en vano, ese entrañable gesto reproduce la narración evangélica, que sostiene que la noticia de la Resurrección alcanzó primero a unas sencillas mujeres, que se encaminaban al sepulcro. "No tengáis miedo", les dijo el ángel, las mismas palabras que San Juan Pablo II dirigió por primera vez a los fieles en la Plaza de San Pedro el día en que fue designado papa. Las palabras del enviado celestial "¿Por qué buscáis entre muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado" caldean el corazón, con el pensamiento de que tras la muerte vendrá la Vida, y nos unen con esos inolvidables seres queridos, que reposan en el camposanto porque nos han precedido al ser ya llamados por el Señor, muchos que celebraron la Semana Santa con nosotros, y con quienes un día albergamos la esperanza de volvernos a reunir, pletóricos de dicha.

Allí, en ese gozoso encuentro entre María y Jesús, cuando camaristas de la Virgen la despojan de su vestidura negra, estalla el júbilo y empiezan a recitarse cánticos de Aleluya. El camino prosigue hasta la iglesia, donde se celebra la misa. Todo es alegría, se alumbra la Pascua. Palacios de Goda se quita la negrura también junto a la Reina de los Ángeles. Si Cristo no hubiera resucitado, seríamos los más desgraciados de los hombres, pero estamos de enhorabuena porque de su mano ha venido la vida eterna, que esperamos alcanzar un día a través de Él. Unámonos al místico morañego San Juan de la Cruz, en su deseo vertido al Cordero de Dios: "véante mis ojos, / pues eres lumbre dellos, / y sólo para ti quiero tenellos".

La Semana Santa, en su proceso de conversión interior, nos prepara como el abono de una tierra para una recogida abundante. Quedan por delante las jornadas de todo un año para preparar cuidadosamente la siguiente Semana de Pasión. En ese nuevo camino, Palacios no estará solo, sabe que su Madre de la Fons Griega y el Cristo de Gracia velan por cada uno de sus pasos. Parafraseando las sentidas estrofas que los palaciegos han dedicado a la Virgen, pidámosle: "haz que logre yo la suerte de tu eterna bendición". Que así sea.

Fotografías: Gabriela Torregrosa