La venganza de Anna Karénina
Concluir su inmortal novela Anna Karénina no fue tarea fácil para Lev Nikoláievich Tolstói, el magistral escritor León Tolstói. Inmerso en una profunda lucha interior y en un sincero proceso de cambio personal cuando se acercaba a los cincuenta años, reconocía en una carta a su amigo, el filósofo y crítico literario Nikolai N. Strakhov: "ojalá alguien pudiera terminar Anna Karenina por mí. Es insoportablemente repulsivo".
Cuando Anna Karénina se publicó por primera vez como novela en 1877, ya había aparecido como folletín desde 1875 en la revista El mensajero ruso. Sin embargo, los últimos capítulos no llegaron a ver la luz en esas páginas en la forma original en que fueron concebidos por su autor, debido al desacuerdo del editor de talante conservador, Mikhail N. Katkov, con el desenlace de la novela. De forma apresurada, la serie se cerró en falso con un Epílogo que se limitaba a resumir un colofón que Katkov se negaba a llevar a las prensas.
La protagonista de la narración, que da nombre al texto, se ve envuelta en una irrefrenable pasión amorosa con el conde Vronsky, lo que la lleva a sacrificar su matrimonio, su hijo y su estima social en una Rusia zarista encorsetada en asfixiantes prejuicios morales. Condenada a la fría reprobación general, y corroída por los celos de supuestos nuevos amores de Vronsky, el hilo argumental va presentando la desintegración del personaje hasta su desesperado y absurdo suicidio, arrojándose a las vías del tren:
"De repente recordó al hombre atropellado el día de su primer encuentro con Vronsky y comprendió lo que debía hacer. (…) Anna no bajaba la vista del segundo vagón que se acercaba. En el preciso instante en que el centro pasaba ante ella, arrojó la bolsita y, hundiendo la cabeza entre los hombros, se arrojó debajo de él, cayendo sobre las manos. Haciendo un ligero movimiento, como si se dispusiera a levantarse en seguida, quedó de rodillas. En aquel momento se horrorizó de lo que hacía: '¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Para qué?' Quiso retroceder y echarse para atrás, pero algo enorme, inflexible, le dio un golpe en la cabeza y la arrastró de espaldas. '¡Señor, perdóname todo!', pronunció, sintiendo la imposibilidad de luchar". (Parte VII, Capítulo XXXI)
Finalizada la lectura, es fácil caer en la cuenta de la relevancia del tren como motivo recurrente en el relato: ya al inicio, unos niños juegan con una caja de cartón como si fuera un vehículo de este tipo. Cuando el tren de Anna llega a la estación ferroviaria, en el momento de su primer encuentro con el conde Vronsky, el recuerdo queda manchado por la horrible visión de un trabajador del ferrocarril cayendo accidental y fatalmente en las vías. Y, ya para siempre, Anna se verá perseguida por la misteriosa pesadilla de "un hombrecillo de barba desgreñada que martillaba sobre una plancha de hierro, pronunciando frases entrecortadas", al que cree reconocer en la estación el día de su malhadado final, convirtiéndose en un luctuoso preaviso de su propio sino. O del sino de su creador literario.
Y es que León Tolstói se encontró cara a cara con la parca en la estación de tren de Astápovo, en una gélida madrugada de noviembre de 1910. Tenía 82 años. Probablemente murió de neumonía. Había huido de su casa diez días antes, fugitivo en plena noche, encarnando una trágica aventura romántica que su esposa durante 48 años, Sofía Andréyevna Tolstáya (de soltera, Sofía Behrs), calificó en su diario como "enigma incomprensible", pero que parece estar rodeada de un halo de búsqueda deliberada de la muerte y, por ende, de un eterno descanso. Así lo confesaba el propio novelista en la lúcida carta de despedida que había dejado a Sofía, para la que escribió hasta tres borradores: "hago lo que suelen hacer los viejos de mi edad: apartarse de la vida mundana para vivir en paz y recogimiento los últimos días de su existencia".
Eligió el tren para su huída alucinada, sin tener un destino decidido, y tratando de esquivar a los medios de comunicación, que, enterados de la fuga del más afamado personaje de Rusia en aquel momento, daban minuciosa cobertura a su paradero. Tras algunas breves estancias en lugares recoletos y cambios de dirección con el fin de despistar a quienes iban en pos de él, finalmente se decantó por seguir una ruta hacia el sureste, camino de Rostov, acompañado por su médico personal, el eslovaco Duchan Makovitskii, su hija Aleksandra (Sasha) y la secretaria Varvara Feokritova. Pero poco después, síntomas de enfermedad aconsejaron bajarle del tren. Febril y muy debilitado, tiritando, se apeó en la estación del pequeño enclave rural de Astápovo, un lugar que no contaba con ningún hospedaje público, pero donde el jefe de estación, Ivan Ozolin, le permitió alojarse en su casa. En breve, un hervidero de periodistas, familiares y curiosos llegarían a perturbar la paz del apacible lugar y a ser testigos en directo del deceso del genio.
En enero de 1911, Vladimir Chertkov, secretario personal del novelista durante muchos años, publicó Los últimos días de León Tolstói, un fiel recuento de los hechos que presenció en primera persona en la estación de Astápovo, a donde acudió con celeridad al ser requerido en un telegrama por el escritor, viéndose allí confinado. En su breve crónica, recoge detalladamente cómo Tolstói, poco amigo de medicinas, sentía dolores que iban en aumento, y poco a poco evolucionó hacia la semi-inconsciencia y el delirio. Sus médicos habituales y otros venidos desde Moscú (los doctores Nikitin, Berkenheim, Shchurovsky, Usov y Makovitskii) trataron al escritor, sin éxito, con inyecciones de Digalen, un innovador tónico cardíaco que la casa farmacéutica Roche acababa de introducir en el mercado en 1904 y que no se dejó de comercializar hasta seis décadas después, así como con alcanfor y codeína. Se le aplicó oxígeno. Doce horas antes del fallecimiento del paciente, recurrieron a la morfina.
En 1918, la estación de Astápovo sería rebautizada con el nombre del escritor, que aún conserva. Estos días postreros de Tolstói fueron retratados por Jay Parini en su exitosa novela de 1990 La última estación, que sería llevada al cine por Michael Hoffman años después, coincidiendo con el centenario del óbito del célebre autor ruso, con los actores Christopher Plummer y Helen Mirren en los papeles del matrimonio Tolstói, por los que ambos fueron nominados a los Oscars y a los Globos de Oro.
Sospecho que, de haber sobrevivido, aquella misma noche Anna Karénina habría confesado a Vronsky que aquel hombrecillo anciano de barba descuidada, que martilleaba las vías del tren en sus sueños, se asemejaba mucho a Tolstói.